martes, 7 de mayo de 2024

Mamía


Por Lehdía M. Dafa


En los últimos meses Sukeina, la hija mayor de Mamía, está notando cosas extrañas en el comportamiento de su madre. Dos saltan a la vista. La primera, es el apetito descontrolado y la voracidad con la que come todo. Una mujer que ha sido muy recatada y prudente a la hora de comer y en la forma de hacerlo. La segunda observación llamativa es el cambio de su relación con la gata, Samira, que antes, apenas, se la veía el pelo por casa y no dejaba de parir una camada tras la otra. No hay niño en el barrio 2 de la daira de Tifariti, que no tenga algún cachorro descendiente de Samira. Lo habitual es que gata y dueña pasaban olímpicamente una de la otra. Ahora, sin embargo, en estos últimos meses, Samira, no se mueve del lado de Mamía. Siempre vigilante, y hasta gruñona, cada vez que la ve repetir de los platos. Y Mamía, lo que nunca había hecho en 12 años, está volcada con Samira, deshaciéndose en mimos y cuidados. 

Sukeina que nunca tuvo que decirle nada relacionado con la comida, ahora, varias veces al día: 

- Mamá no comas tanto   

Y Mamía, siempre a la defensiva, y siempre con la misma frase:

- Pero si no he comido todavía. ¿Quieres que me muera de hambre?

Las discusiones sobre la comida se han convertido en algo habitual. Más de una vez se han quedado sin comer o han comido a medias, porque Mamía era capaz de devorar el plato familiar en pocos minutos, ella solita. Y hasta ha llegado a quitar el plato a sus propios nietos para dárselo a Samira. 

Frente a este inexplicable comportamiento, Sukeina está cada día más angustiada y lo único que sabe, es que esto es algo de lo que nadie fuera de la familia debe enterarse. Así que ha tenido que ir dejando de invitar a las amigas de su madre, que de vez en cuando se juntaban en la jaima a compartir con Maima largas partidas de Sig, siempre acompañadas de té y a menudo, según la hora, de comida o cena. Procura, también, que su madre no coma fuera de casa para que nadie note su extraño y “vergonzoso comportamiento”. En una familia tradicional, los modales relacionados con la comida son de riguroso cumplimiento: no comer excesivamente, no masticar deprisa ni llevarse grandes bocados a la boca. Algo mas propio de animales y “de seres inferiores”.

- De “gentuza” maleducada -decía siempre Mamía. 

Y lo que faltaba ahora sería, que viéndola comer así, la echaran un “mal de ojo”. Sukeina aprovecha cualquier ocasión para decirle a sus hijos

- El profeta Muhamed, dijo que un tercio de las personas que están en los cementerios han sido víctimas del “mal de ojo”, así que ni una palabra sobre el hambre de la abuela. 

Un día Sukeina, escuchó un programa de salud en la radio nacional saharaui sobre la diabetes. El doctor habló de los síntomas típicos; y uno de ellos es comer en exceso. A la mañana siguiente llevó a su madre a un laboratorio privado en la ciudad de Tinduf donde le hicieron una analítica completa de sangre y orina. Los resultados salieron perfectos. La desesperación e impotencia de Sukeina la llevó a cocinar platos muy poco apetitosos, y que normalmente no le gustaban nada. Todo fue en vano. Maima los seguía devorando con ansia, y si se descuidaban repetía una y dos veces. Samira, en cambio, si parecía oír las regañinas y empezó a intentar quitarle a Mamía literalmente la comida de las manos, dejándole brazos y manos llenas de arañazos.

Una noche viendo el único programa de la televisión que siempre le había interesado, el informativo de las ocho de Aljazeera, Mamía empezó a mirar fijamente al presentador y en voz alta y muy seria dijo

-Pero bueno, no entiendo a este descarado, que no le conozco de nada, ¿por qué me mira así?

Leila la miró con extrañeza, pero no dijo nada.

Este episodio se repitió en más de una ocasión. Acaban diciéndola, sin ningún éxito, que sí conocía al presentador que además era su favorito. A lo que contestaba que no le había visto en su vida y que era un sinvergüenza. Aun así, Mamía seguía pidiendo, a cualquier hora, que le pusieran el informativo. Para ella siempre van a dar las 8 de la tarde.  

A su vez Sukeina a veces, olvidándose del estado de su madre, o quizás porque no acaba de aceptar inconscientemente la situación, le preguntaba por las noticias del día 

-Cómo voy a saberlo, si no me ponéis nunca la televisión 

-Mamá, Leila te pone la televisión todos los días.

-Ese demonio no me hace ni caso -dice dirigiendo una mirada de rabia y odio a Leila.

Leila es la nieta favorita de Mamía, prácticamente la había criado ella y la adora. Jamás, nunca antes la había llamado así.  

Una mañana, a principios del verano, las mujeres del barrio fueron convocadas para un mitin general en la sede del Ayuntamiento del campamento. Mamía empezó a decirle a Sukeina que asistir a esos mítines era una pérdida de tiempo y que por eso ella nunca había ido y tampoco pensaba hacerlo ahora. Lo cierto es que Mamía no había faltado a un mitin en su vida. Viuda de un mártir de la guerra saharaui-marroquí, durante años compensó la temprana ausencia de su marido (no se había vuelto a casar) asumiendo todo tipo de responsabilidades en la administración local del campamento. 

Nada mas finalizar el mitin, Sukeina, acompañada de sus dos hijas Leila y Alia, fueron a ver a la abuela. Mamía estaba haciendo un té saharaui, o al menos eso parecía. En realidad, sólo mezclaba té con agua fría, sin cocer, (en la hornilla ni siquiera había carbón) y bebía de forma compulsiva. El cuenco de Samira, que estaba a su lado con cara de asco, también estaba lleno del supuesto té. 

-Abuela, por qué no has echado azúcar al té. A ti te gusta siempre muy dulce -le dice Leila- mientras finge tomar el té que Mamía le ofreció

-¿Cómo voy a echarle azúcar al té? ¿No sabes que yo nunca lo tomo con azúcar? Además, mira, no queda nada. Enseña el cofre a Leila, que está rebosante de azúcar.

Alia, se marcha a la cocina. Ese día le tocaba el turno de preparar la comida para toda la familia. Nada más encender el mechero en el interior de la cocina se produce una llamarada. Alia sale corriendo, mientras grita

-¡Mama socorro! ¡socorro!, se me ha prendido la melhfa. ¡Quítamela, quítamela! ¡rápido, rápido! 

 Mamía se había dejado el gas encendido.

Una vieja herida familiar, nunca la perdonó que quisiese mas a su hermana Leila y que siempre la estuviera echando en cara que estaba muy gorda, acentuaba los gritos e insultos de Alia, rodeada de vecinas y familiares

-Te lo he dicho mil veces -dirigiendo una mirada acusatoria a su madre- Que esta vieja esta chiflada. Joder, joder, casi me mata -repetía Alia entre sollozos- 

Mientras, las mujeres se disponían a untar las quemaduras con un remedio tradicional, que prepararon rápidamente a base de henna y goma arábiga. 

Mamía también había acudido a ver lo que estaba pasando en la jaima de Sukeina. Se quedó parada en la puerta. Miraba como una niña asustada, ¿quizás sentía la culpa? No decía nada. Las mujeres, como un enjambre, se movían en torno a Alia tratando de aliviar las quemaduras. Samira llevaba un rato maullando. La presencia de Mamía había pasado desapercibida hasta que el más pequeño de sus nietos, que tenía tres años, asustado empezó a gritar 

-¡Mamá! la abuela, caca, caca -decía mientras la señalaba con el dedo-

Leila se acercó a su abuela, la cogió por el brazo con cuidado y la condujo   al cuarto de baño. Un líquido fétido discurría por sus piernas dejando un surco en la arena bajo sus descalzos pies.

Mamía guardó cama durante días. Y por primera vez, se negó a comer. Todos estaban convencidos de que había sido el té sin azúcar que se había tomado aquella mañana, que le habría provocado un terrible iguindi. Un médico fue a verla. Le pasó varias botellas de suero de glucosa, y les explicó que aquelló fue provocado por el susto del accidente y que no tardaría en recuperarse. En efecto, dos días más tarde Mamía se despertó una mañana y con una voz entonada y contundente, dijo: 

-Venga, panda de inútiles, hacedme un te después de este viaje tan agotador.

-¿Dónde has estado, abuela? -preguntó Leila, como siempre, siguiéndole la corriente-

-Ya te lo he dicho, en mi tierra, con mis padres y mis hermanos. Pero no me han dado de comer nada durante todo el tiempo.

Desde el accidente Mamía no había vuelto a ser la misma. Cada día, estaba más retraída, y se relacionaba menos con sus conocidos. Un día los reconoce, y otro los echa de su jaima o pasa de ellos como si no estuvieran. 

Perdió toda la amabilidad que la caracterizaba y no volvió a reírse ni hacernos reír con sus cosas. Ya apenas se acuerda de la comida. 

Sukeina la llevó a varios exorcistas. Todos coinciden en que no llega a estar poseída, pero sí que esta tocada por la maldad de los “jin”. Uno fue un poco más allá y dijo que no descartaría la posibilidad de que el mal de su madre sea obra de la brujería. 

Sea lo que sea lo que tenga Mamía, lo cierto es que su acelerado deterioro está amenazando la convivencia familiar, sumiéndose en un cierto caos y en inevitables y frecuentes desentendimientos. Mamía se pasa la noche entre gritos, delirios con episodios de su infancia. Llama a sus padres lloriqueando; revive con frecuencia los primeros días de la guerra y los bombardeos durante la huida hacia Argelia; e insulta a todos con terribles maldiciones. De día se encoge en su caparazón de silencio. Puede estar horas mirando en una dirección sin pestañar. Duerme muy poco, y se pasea sin parar por el patio, que Sukeina mantiene cerrado a cal y canto. Cada vez que se cruza con Samira, que la acecha y sigue sigilosamente, la intenta echar.  

-¡Pero mamá! -le gritó Sukeina- ¿por qué has roto el sagrado Corán? Allah te va a castigar. 

Ha troceando el Corán y lo está mezclando con los restos de la comida para las cabras.

-No me llames mamá. A ti no te conozco de nada. No ves lo delgadas que están estas cabras -no había ninguna cerca- ¿las quieres matar de hambre, como estás haciendo conmigo. 

Con cara de ofendida, como si fuese víctima de una gran injusticia, se metió en la jaima. Leila había oído los gritos de su madre, sale al patio.

-Pero mamá, no seas tan chillona con la abuela. Está enferma. No sirve de nada regañarla y gritarla todo el rato, aunque cometa una blasfemia. No es justo. Allah te puede castigar por tratar así a tu madre.

Las palabras de Leila dejaron tocada a Sukeina como si la hubieses clavado un puñal. Los ojos no podían contener las lágrimas, pero supo controlar la rabia que le subía. Entró a la jaima. Se sentó al lado de su madre. La miró detenidamente como si la estuviera examinando. Nunca la había visto así: era la imagen de una mujer exhausta, con expresión vacía, como ausente de la realidad. Una mujer, también apesadumbrada, con signos de vivir atormentada por haber perdido su decoro, su decencia y hasta el temor a Dios. Tuvo la sensación de que su madre se estaba convirtiendo en un espectro que deambulaba en un pozo profundo. Era ya un ser irreconocible.   Su esencia la había abandonado. No tenía la energía, ni la fuerza vital para seguir conectada con al mundo.

Sukeina, que también empieza a estar cada vez más desligada de familiares y amigos, recibe una llamada inesperada. Al ver que era de una prima que lleva más de veinte años viviendo en España, le pidió a su hijo Ahmed que se vigilase a la abuela hasta que vuelva. Se encerró en el salón. 

-Si prima, en estos momentos estoy cuidando a una anciana que tiene muchas coincidencias con el caso de tu madre. Había hecho una formación en gerontología y desde hace años trabaja cuidando a personas mayores 

-Fíjate, hasta tiene también una mascota. Solo que María, tiene un perro. Que se comporta, por lo que me dices, igual que Samira. Ahora son inseparables.

-Leila que ya sabes que es muy lista, tabarakalah, dice Sukeina- y busca mucho en internet, me lo dijo desde el principio, pero nunca le hice caso. Aquí todo el mundo dice que el Alzheimer les pasa sólo a los nazarenos. Pero bueno, hace una pausa- al final sé que es mi cabeza que se niega a aceptarlo. Me cuesta creer que mi madre, que ya sabes lo que ha sido, sea incapaz de llevar las riendas de su vida. Encima, estoy agotada. Muchos días tengo el temor de acabar desarrollando los mismos males que mi madre. Sus olvidos frecuentes, su obsesión por la comida, su incapacidad para conversar normalmente, sus sinsentidos. Tengo que fingir que sus reproches, sus maldiciones y sus faltas de respeto, no me afectan, pero en el fondo me tocan la fibra sensible, y siento que voy a explotar -dice Sukeina, exhalando aire con profundidad para no llorar-

Después de colgar, se dirigió a la jaima. Le dio las gracias y las buenas a su hijo que se fue a dormir al salón.

Le cambió el pañal a su madre, le hizo un masaje en la nuca y los pies, - parece que eso le reconforta- le dio la pastilla de dormir a su madre, apagó la luz y se acurrucó a su lado como cuando era una niña pequeña. Sin que nadie la viera ni escuchara lloró a mares. Haber compartido, por primera vez, la carga emocional acumulada, le reportó una sensación de alivio y consuelo que no había experimentado en años.


A partir de entonces, y guiada por las indicaciones que su prima le ha ido dando Sukeina se resignó asumiendo que no era una supermujer que podía con todo. Consiguió poco a poco ir involucrando a sus cinco hijos mayores (dos chicas y tres chicos) en los cuidados de la abuela. Organizó turnos de doce horas. El que cuidaba de día descansaba de noche, y viceversa. El reto de todos era mantener a Mamía ocupada de día, para que pudiera dormir y dejar dormir de noche. Sus horas transcurren así entre lecturas de libros, que pedían a todo el mundo, periódicos y el Corán. Improvisan cantos y baile. Leila y Alia consiguieron, también, implicar a varias de sus amigas, y se las ingenian de mil maneras. Y así pudo recuperarse la relación con las vecinas y familiares, que vuelven a venir a diario a ver a Mamia. Mientras, juegan las partidas de sig, y todos fingen que Mamía que está en otra galaxia, sigue formando parte del equipo.


5 mayo 2024 





lunes, 15 de mayo de 2023

La niña saharaui que lleva la música dentro


Lehdia Mohamed Dafa

Hoy es el día de la graduación, y Mariam, por ser una alumna destacada, junto a otros compañeros, tiene que pronunciar un discurso. El director del Conservatorio Juan Crisóstomo de Arriaga de Bilbao le dio autorización para grabar su intervención y así poder enviarla a sus padres en los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf, Argelia. Ellos no disponen de pasaportes ni visados para estar presentes ese día.

Mariam se mueve nerviosa por la diminuta habitación en la residencia de estudiantes. Lleva un buen rato esperando a su amiga, que se ha encargado de grabar el acto. El mensaje de Whatsapp dice que está metida en un atasco. Mariam se impacienta aún más. Se mira en el espejo pegado en la parte interior de la puerta de su armario de ropa. Todavía no acaba de creérselo. Repasa su pelo, su figura, el vestido. Cada vez que se mira así, recuerda las palabras de una vecina en los campamentos muy viejita que siempre le decía: “Eres clavada a tu abuela”. Mariam es alta, de piel aceituna y melena muy negra. Al verse tan delgada, pensó “se nota la huella del último año”. Sólo usa crema hidratante para la cara, sin nada de maquillaje. Se ha pintado discretamente los labios. Lleva el pelo recogido en un moño moderno, que cuelga discretamente encima de la nuca. Se ha puesto una melhfa azul celeste encima de un vestido azul tiffany. Se mira una y otra vez. No se encuentra del todo cómoda, ¿o son los nervios?... Se quita la melhfa; se estira el vestido; mira el teléfono por enésima vez; no ha entrado ningún mensaje nuevo. Le asalta una mezcla de sentimiento de culpa y miedo al qué dirán. Se vuelve a poner la melhfa. Intenta terminar de recoger la habitación. Un lateral de la melhfa se enrolla con el cable del portátil, evita caerse de milagro. Se planta de nuevo frente al espejo y, con gesto decidido, se quita definitivamente la mehfa.

–Si se enfadan, que se enfaden, lo siento, hoy es mi día, y me siento mejor así –se dice.

Mira el reloj. Faltan 40 minutos para el comienzo del acto de graduación.

–Cálmate, Mariam –se repite una y otra vez– hay tiempo todavía.

Respira profundamente y se sienta en la única butaca, que está a los pies de la cama. Saca el discurso de una carpeta y decide repasarlo mientras espera. Al levantar la vista del papel para empezar a recitarlo y comprobar que se lo ha aprendido de memoria, su mirada choca con las tres fotos enmarcadas encima de su mesa de estudio. A la izquierda, está la foto de sus padres Salem y Eglana, sonrientes; en medio, sus cinco hermanos varones tan distintos y en posturas traviesas; y a la derecha, su abuela Ninna con un tisbih (rosario musulmán) de gruesas cuentas al cuello por encima de la melhfa. Absorta en las fotos, Mariam desconecta del presente y se sumerge en un mar de recuerdos.

Su infancia temprana discurrió en el barrio cuatro de la daira Güelta, en el campamento de El Aaiún. Mariam recuerda que, a pesar de las circunstancias, de ser refugiados, allí creció sana y feliz. Siempre fue extrovertida, un poco trasto y consentida al ser la más pequeña de la familia, “Mint arukba” como dicen los saharauis. El primer recuerdo fue aquel día, el final del primer curso de la primaria. Todo el mundo decía que la niña era muy inteligente, igual que sus padres; y con una memoria prodigiosa como la de su abuela. Las expectativas que despertaba eran muy altas. Sin embargo, las notas de aquel curso habían caído en la familia como un jarro de agua fría. ¡Había suspendido todas las asignaturas!

Mariam mira el retrato de su abuela Ninna. Le invade el dolor de su falta, pero sonríe, siempre acaba sonriendo cada vez que la recuerda. Sólo ella, su abuela, no dio mayor importancia a aquella “pequeña tragedia”. – Lo de la niña es otra cosa y no los estudios esos –había sentenciado, aquel día.

Mariam dirige la vista al retrato de sus padres. Una de sus infinitas discusiones por su culpa retumba en sus oídos como si fuera ayer.

– La culpa la tiene tu madre, que se pasa el día de juerga con ella; y a mí no me hace ni caso. Una poesía tras otra y venga a cantar y bailar. ¡Claro!, de tal palo tal astilla. ¿Cómo no va a suspender? ¡Qué vergüenza! –dice Eglana muy enfadada, mientras acerca las notas hasta la cara de Salem hasta casi metérselas por los ojos.

– ¿Qué quieres que haga? –contesta Salem a su mujer.

– Que le dediques más tiempo y le marques el camino correcto, porque sólo a ti te hace caso. Creo que lo mejor sería matricularla en la escuela coránica.

– Espera, mujer. Dale un poco más de tiempo, todavía es muy pequeña.

– ¿Muy pequeña? ¡Qué dices! A su edad nuestra señora Aicha ya era la mujer del profeta Muhammad –replica Eglana. El argumento suena incontestable.

– Lástima que no haya escuelas de música en los campamentos, eso es lo que le vendría bien a la niña –responde Salem, sin perder el control, como es habitual en él.

– En Mauritania hay varias –dice la abuela con un punto de malicia.

Eglana les lanza una mirada inquisidora.

– ¿Habéis perdido el norte? Sabéis tan bien como yo, que la música, excepto “el madh” (baladas religiosas) es la poesía del diablo, y que es haram.

– No seas exagerada mujer. La niña tiene un don especial, fíjate en su memoria.

–Por eso mismo, como puede memorizar las cosas sólo con oírlas una vez, la voy a matricular en la escuela coránica. Es justo lo que se necesita allí, niños que puedan memorizarlo todo, bien y rápido. Ya verás cómo en la escuela coránica no tiene

problemas –Eglana hace otra pausa, y luego más calmada sigue:

–Y así, de paso, a ver si se le quita la tontería de tantas cancioncitas y baile.

En ese instante de divagación, suena el teléfono de Mariam. Era un mensaje de voz en Whatsapp, pero Mariam, que estaba tan conectada con el pasado, no se ha percatado. Es como si los recuerdos fueran un tranquilizante que ha aplacado sus nervios y bloqueado sus sentidos y percepciones. El viaje por los recuerdos la llevó a aquel invierno cuando su padre volvió a casa después de varios meses de ausencia por motivos de negocios. Aquel invierno marcó el comienzo de una andadura irreversible, una aventura en la que se acaba de graduar.

Mariam tenía 10 años y acababa de volver del colegio cuando ve el coche de su padre aparcado frente a la jaima. Llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo blanco y entre sus manos sujetaba un lauh (una pizarra de madera) con versículos del Corán escritos con el cálamo. Ver a su padre fue como ver a su salvador que le devolvería la libertad. Lanza la pizarra al aire y se arranca el pañuelo con furia, padre e hija se funden en un apretado abrazo.

–No quiero ir más a la mezquita, por favor papá quítame de allí, no quiero ir –le dice lloriqueando.

–Su madre, presionada por la gentuza de siempre, se ha empeñado –dice la abuela Ninna– y no ha parado hasta conseguir matricularla en el yameh, que es un negocio de aprovechados, donde solo enseñan tonterías.

–¿Sabes papá?, no me dejan cantar el Corán, que se me da muy bien. ¿A que sí, abuela?

–Sí, hijita, sí. Tienes una voz angelical. Como coja yo a ese farsante de imán….

–¿Cómo la va a dejar cantar, abuela, si el profeta Muhamad dijo: “Allah maldice a una mujer que eleva la voz, aunque sea orando a Allah”? –dice Eglana, mientras coloca correctamente la pizarra de Mariam, que permanecía tirada en una esquina de la jaima.

–Vete tú a saber, si el profeta dijo eso realmente  –tercia la abuela.

–Pero yo no soy una mujer, mamá, soy sólo una niña de 10 años.

–Ya hablaremos –la tranquiliza su padre, mientras le quita el pañuelo de la cabeza, que su madre le había vuelto a poner.

–Y a propósito de tus 10 años, mira allí –dice el padre, señalando un bulto en la esquina de la jaima– es tu regalo de cumpleaños, no creas que se me había olvidado.

Mariam corre hacia el paquete y rasga deprisa y nerviosa el envoltorio

–¡Papá!, ¡papá! –ríe como loca– es el mejor regalo del mundo. ¡Gracias, gracias!

–¡Toma! –exclama la niña desafiante, mientras muestra el regalo a su madre.


La jaima está llena de vecinos y familiares que han venido para saludar y dar la bienvenida a Salem, después de tan larga ausencia. Una prima y hermana de leche de Salem llamada Jadiyetu, reconocida salafista, le dirige una mirada acusatoria.

–Oye, estás pervirtiendo a la pobre criatura, esto está en contra de la enseñanza y las leyes de Allah y del profeta.

Salem no hace caso y aparenta no haberlo oído. Sólo tiene ojos para su niña a la que se ve feliz y jubilosa.

La abuela Ninna, situada a la izquierda, lanza una mirada de desaprobación a Jadiyetu, mientras Eglana hace el té. Levanta la mano con la que sujeta su inseparable tisbih (rosario musulmán) de perlas sagradas, regalo de un familiar que había peregrinado a la Meca, y dice:

–No sé para qué te sirven los estudios. Las modernas creéis que lo sabéis todo de la vida, y, no conformes, también de la religión. Pero no sois más que una panda de ignorantes y entrometidas. Quien juzgará a mi niña el día del juicio final es Allah, y Allah es justo, así que, métete en tus asuntos, que tú no eres Dios ni su enviado.

A raíz del comentario, varias salafistas vecinas de Eglana, se enzarzan en una profunda discusión ético-religiosa con la abuela. Mientras en la esquina de la jaima, donde están sentados los hombres, sólo se oyen las carcajadas de Salem, que escucha con gozo el reportaje, sin tapujos, que Mariam está haciendo sobre todo lo ocurrido en el barrio durante su ausencia. Cuenta detalles de las bodas y bautizos y cómo había disfrutado bailando y cantando; las peleas con los chicos del barrio; y sus enfados con el imán, y los insultos que le ha proferido, llamándole cabrón, por impedirle recitar cantando el Corán.

El regalo de Mariam eran dos cosas. Una, algo ya conocido por ella. La otra, le ha vuelto literalmente loca. Sólo la había visto en la televisión. No puede esperar, quiere estrenarlo enseguida. Después de un ir y venir de la jaima a la habitación de adobe, ¡por fin!, la batería ya está cargada. Con sorprendente habilidad y rapidez ella misma conectó un amasijo de cables, que van de la placa solar a la batería, de la batería al transformador y de éste al regalo. Mariam aprieta el botón lateral, pone los diez dedos de sus pequeñas manos sobre el aparato y la música brota entre las teclas blancas y negras en mil acordes a medida que Mariam va deslizando sus deditos encima de ellas. Salem está boquiabierto. Empiezan a llegar más niños. Una de las amiguitas de Mariam abre el otro paquete. Era un tambor mauritano hecho a mano y donde está escrito “Mariam”. Se coloca el tambor entre las piernas y acompasa con Mariam el ritmo y los sonidos de la percusión de aquel precioso timbal. Salem mueve la cabeza al ritmo de la música y hasta la abuela Ninna acompaña con las palmas de las que cuelga su inseparable y sagrado rosario. Los presentes no salen del asombro. Eglana empieza a sudar. No sabe qué hacer. Coge el fuelle y compulsivamente, aviva el carbón de la hornilla, donde se está cociendo el último té de la ronda de los tres habituales. Lo sirve apresuradamente. El ambiente se descontrola, Mariam y sus amigos montan una fiesta en la que los adultos sobran.

Con los ojos cerrados, Mariam tararea la canción, que entonces tocaba con su amiga de la infancia. Casi no se da cuenta que están tocando la puerta del cuarto.

–Ya voy, ya voy –dice levantándose de un salto.

–“Tía”, pensé que te había pasado algo. No contestas a los mensajes y tampoco has oído el timbre –dice la amiga de Mariam, que lleva un buen rato intentado que abra la puerta.

–Lo siento, perdona, perdona. Estaba rememorando aquellas historias, ya sabes, la lejana infancia en los campamentos siempre vuelve –contesta Mariam esbozando una sonrisa.

Las dos amigas se disponen a abandonar la habitación. Su amiga la mira muy seria.

–Pero… ¿no te vas a poner la melhfa? –le dice su amiga con sorpresa y un punto de reprobación.

–Hoy, no.

–Pues así no pareces saharaui, ni vas a representar nuestra causa.

–Hoy es mi día, no el de la causa, ni de nuestros interminables debates identitarios. Ser saharaui no se limita a llevar este trozo de tela.

–Con lo bonita que te queda.

–Ya, venga, vámonos, que tenemos que pillar un sitio bueno para la cámara.

Mariam está sentada en primera fila del teatro, junto a los otros oradores. Aplaude y sonríe feliz. Cuando no quedan más que dos compañeros por hablar delante de ella, mete su mano en el bolso para echar una última ojeada al discurso que había preparado. Su mano busca en vano. El papel no está, siente ganas de gritar, de llorar. Dudó, quiso escapar. No puedo permitir que los nervios se apoderen de mí, se decía. Hace una expiración profunda, como si con ella quisiese expulsar de su cuerpo y de su mente aquel infortunio. Sube al escenario lentamente, sin papel, sin guión, sola pero decidida.

Semanas mas tarde, en la jaima de los padres de Mariam, se han reunido vecinos y familiares para ver el discurso de graduación. No cabe un alfiler. Su padre, ha conseguido una disquetera. Después de tantos años fuera de los campamentos, de sacrificio y esfuerzo en los estudios nadie se quiere perder volver a ver a Mariam. Su éxito está en la boca de todos. Empieza a sonar la cinta primero con música, un tema de la malograda Mariam Hassan. Baja el volumen de la música y Mariam comienza su discurso, que está subtitulado en árabe:

“Mi nombre es Mariam Salem Sidi Ali. Nací y viví hasta los 12 años en los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf, Argelia. Quiero empezar dando las gracias a tres personas, que sin su apoyo yo no estaría ahora aquí. Estas tres personas son mis padres y mi abuela. Ellos han sido mi inspiración, mis mejores maestros y la mano dando palmas que siempre me han acompañado en la melodía de mis juegos y en las canciones y bailes bajo el sol abrasador de la hamada y a la luz de la misteriosa luna del desierto. La música lo es todo para mí, es mi vida. Abuela, papa, mamá, este título es vuestro. Hoy desearía que estuvieran aquí, participando de mi felicidad. No es posible, pero no me resisto a presentárselos a ustedes: mi madre se llama Eglana, como yo es la pequeña de cinco hermanos. Creció en una familia que durante siglos había nomadeado a lo largo y ancho del Sáhara Occidental. Mi madre tuvo la suerte de poder cursar estudios de ingeniería química en la Universidad Central de las Villas, en la provincia de Villa Clara, en Cuba. Tuvo que sortear muchas dificultades y presiones familiares y sociales para conseguir que ella, la única hija, fuese a estudiar a un país no musulmán. Según me contó, había elegido esa carrera animada por su padre que había trabajado en Fos Bucraa, la mina de fosfatos más grande del mundo. Mi madre pensaba, que al acabar sus estudios, el Sáhara Occidental sería un país independiente y soberano, y ella quería contribuir a su construcción y desarrollo. Ella nunca pudo ejercer la ingeniería química, y tuvo que trabajar durante años en tareas de administración de nuestros campamentos de refugiados. Gracias mamá, por anteponer el amor a cualquier idea o consideración religiosa o tradicional. Mi madre ya es abuela y por desgracia todavía no ha podido ver ese país independiente con el que soñó en su juventud. A veces, resignada, suele decir: “de mis estudios, al menos, me ha quedado la lengua de Cervantes”.

"Mi padre, Salem, fue “guerrillero”. Se formó en la prestigiosa academia militar argelina de Charchal, y llegó a convertirse en piloto de avión de combate. Participó en la guerra contra Marruecos a las órdenes del Frente Polisario. La guerra le dejó heridas irreparables. En ella perdió a su padre y a sus dos únicos hermanos, así como a muchos amigos y compañeros de armas. Él soñaba que, conseguida la independencia del Sahara Occidental, cambiaría su avión militar por uno comercial, con el que viajaría a todos los países del mundo. Cuando se declaró el alto el fuego, en 1991, al igual que muchos otros combatientes, ya no encontró sentido en permanecer en el Ejército de Liberación Nacional Saharaui en labores de mera vigilancia o policía. Sintió que era el momento de recuperar el tiempo que no había podido dedicar a su familia. Se propuso montar un negocio para sacar a su familia del cerco asfixiante de miseria que es la vida en el exilio y la dependencia de unas ayudas que no daban para vivir dignamente. Conseguirlo no le resultó nada fácil. No disponía de dinero para empezar. Durante muchas noches, en sueños cruzados, sentía un nudo en la garganta y opresión en el pecho. Se veía siempre en medio de la guerra incapaz de subir al avión de combate, y deambulaba por el campamento con la terrible impotencia de no conseguir nada. Los días fueron pasando y sus proyectos empezaban a parecerle un espejismo humeante en un horizonte lejano. Para desprenderse, al menos momentáneamente, de la frustración, muchos días, mi padre nos juntaba a mis hermanos y a mí, y con la magia de un experimentado cuentacuentos, nos deleitaba con episodios de la guerra en los que convertía a los “guerrilleros” saharauis en superhéroes capaces de las mayores y más arriesgadas acciones; un puñado de valientes dispuestos a morir hasta vencer a sus enemigos. Recuerdo cómo escuchábamos sobrecogidos y, de tanto en tanto, cómo alguno de mis hermanos golpeaba el aire con sus brazos participando en el combate. Otras noches, la tibieza de la nostalgia daba paso a llamaradas que abrasaban su alma, y mi padre como un niño pequeño, se acurrucaba al lado de su madre, que le recitaba durante horas poemas de la vida en la badia y de paisajes de sombra y manantiales bañados por la luna. Ambos atesoraban en su memoria una antología casi infinita de versos y canciones de autores saharauis y mauritanos de todos los tiempos. Eran instantes en los que pasado, presente y futuro se fusionaban en un tiempo único y mágico. Recuerdo que en más de una ocasión, en aquellos recitales, yo caía en brazos de Morfeo, embriagada por la cadencia sonora y sumergida en imágenes de ensueño. Un verano de tantos, dio la casualidad que dos de mis hermanos fueron agraciados con participar en el programa “Vacaciones en paz”. Tras una estancia con las familias españolas, de Cataluña uno y de San Sebastián el otro, trajeron a casa casi 500 euros entre los dos. Jamás habíamos visto tanto dinero junto. Con aquel dinero mi padre compró un rebaño de ovejas. El rebaño creció y mi padre lo vendió durante la “Fiesta del cordero” a muy buen precio. Con el nuevo dinero se compró varios camellos. Los estuvo pastoreando durante años por Mauritania, Mali y hasta Senegal. Ahora, junto a otros socios se dedica a criar, comprar y vender estos animales, abasteciendo los mataderos de los cuatro campamentos. Gracias a ello, nuestra familia lleva una vida desahogada, y mis hermanos y yo hemos tenido el gran privilegio de conseguir nuestros sueños formándonos en lo que más nos gustaba.

Y por último, no puedo dejar de mencionar a mi abuela paterna. Su nombre era Ninna. Nació no se sabe qué día, ni de qué año, ni en qué valle de cualquier lugar del Sáhara o norte de Mauritania. “Eso qué importa”, decía siempre. Como todas las abuelas, era cariñosa, protectora, generosa y sabia, y también única. Una persona increíblemente inteligente y sensible. Ella sin saber lo que era el oído musical, tempranamente, descubrió el mío. Y desde entonces, fue alimentando mi duende a través de infinitas canciones, ritmos y poemas. Era tenaz, ingeniosa y muy divertida. Me regaló una infancia feliz a pesar de las circunstancias. 

Hoy, muchos de los sueños de mis padres continúan truncados por un conflicto político y un exilio que no parece tener fin. Pero su fe en lograr un futuro mejor para sus hijos continúa intacta. Gracias a su apoyo incondicional, a su comprensión y paciencia, estoy hoy aquí recogiendo el título superior de pianista concertista. Gracias abuela. Te habría emocionado tanto verlo. Espero que mi música pueda endulzar tu eterno sueño".

Gracias a este Conservatorio y a mis profesores por haber confiado en mí y haberme dado esta gran oportunidad. Gracias a todos los presentes y a la ciudad de Bilbao por su hospitalidad. Nunca lo olvidaré”.

Mariam se inclina lentamente ante un auditorio, que la arropa con un prolongado y emocionado aplauso.

Dentro de la jaima, Salem, con una sonrisa en los labios, se le humedecieron los ojos. Estaba tan orgulloso de su hija. Sobreponiéndose a la emoción, fue él, el primero en empezar a aplaudir. Los demás le siguieron inmediatamente. Las mujeres hicieron un coro de sonoros y prolongados sgarits. Había un tremendo alboroto en la jaima. Salem, tuvo que salir al patio. Marcó el teléfono de Mariam, necesitaba volver a oír su voz. Sentirla cerca. Sabía que estaba en Berlín a punto de dar un concierto.




miércoles, 15 de marzo de 2023

El juramento sagrado

Por Lehdía Mohamed Dafa 

Sara y Bachir ya lo tienen todo atado y sólo les queda rezar para que esta vez la mala suerte no vuelva a torcer el plan que tantas veces ha fracasado. Él viajará con su padre y dos de sus tíos desde los campamentos de refugiados saharauis en Argelia, y ella lo hará también con su padre y dos familiares cercanos desde El Aaiún ocupado. El punto de encuentro es La Meca. Ninguno de los acompañantes de Sara y Bachir, deben saber nada hasta la hora acordada. 

Aterrizan de noche y se hospedan en diferentes hoteles. La Meca como siempre está abarrotada de peregrinos llegados de todos los confines del mundo. Es una ciudad abierta las 24 horas del día, y nada interrumpe el ritmo cadencioso de las masas de creyentes excepto los cinco rezos del día. 




Después de cumplir con el ritual de la Umra, y un ligero desayuno, Sara y Bachir se han encargado, cada uno por separado, de llevar a los dos grupos al lujoso “Hotel Alhamdulilah” ubicado a pocos metros de la Kaaba. Entran a un amplio salón con cómodos sofás en torno a mesas bajas con bebidas, frutos secos, todo tipo de dátiles y un té saharaui espumoso con hierbabuena. Los invitados son recibidos por Abdelamalek, un mauritano amable, culto y buen musulmán que lleva años afincado en La Meca. Siempre sonriente les da la bienvenida en perfecto hassanía. Cierra la puerta tras de sí y se sienta frente a la bandeja del té. Les sirve una primera ronda y les va presentando como si los conociese de toda la vida. 

Las chispas no tardan en saltar. Sidahmed, jefe de los Jubali, se levantó furioso

— No me voy a sentar con unos asesinos, que durante todos estos años no se han molestado ni siquiera en pedir perdón

— Nosotros tampoco vamos a compartir este honorable lugar con gent… iba a decir gentuza, como ésta —dijo Rachidi, jefe de los Kubeira

— Hermanos, estamos junto a la casa de Dios y hoy que Allah ha hecho posible este encuentro, no removamos un pasado que todos conocemos —dijo Abdelamalek
 
Haciendo caso omiso de sus palabras, los dos grupos se enzarzan en una tensa discusión plagada de reproches en la cual traen a colación un sinfín de episodios de un pasado conflictivo. 

Sin embargo, los clanes Jubali y Kubeira, antes de ser enemigos irreconciliables, fueron amigos fraternos en la mejor sintonía. Nomadearon juntos durante lustros, entablando alianzas comerciales y pactos guerreros para combatir a los enemigos de dentro y fuera del territorio de Saguía el Hamra, en el Sahara Occidental. 



Aquel año, que marcaría el comienzo de su eterno enfrentamiento, había llovido mucho. Habían marcado sus parcelas y sembrado juntos el trigo en los márgenes del rio. Antes de separarse, fijaron una fecha para volver juntos a recoger la cosecha. 

Llegado el día, los Kubeira fueron puntuales e instalaron su campamento muy cerca de las parcelas de trigo. Chej Abas, jefe del clan, contempló los campos feliz y se imaginó la cara que pondrían sus socios. El ansia por empezar a segar le quemaba las manos, pero sabe que su deber es respetar el código ancestral que dicta: que los que siembran juntos, cosechan juntos. Aspiró el aroma que emanaban los trigales y se quedó contemplando las espigas, cuyas cabecitas doradas bailaban con el viento. 

— Alabado sea Allah. Durante al menos un año habrá trigo para todos. Inch Allah  —dijo suspirando. 

Los Kubeira llevaban ya casi un mes esperando. El calor se hacia insoportable. Los víveres y las reservas de agua empezaban a escasear. Y los Jubali no daban señales de vida, y tampoco habían enviado a ningún emisario. 

Abas siente la desesperación y ya no sabe cómo contener a sus hombres que llevan un mes con las hoces preparadas y no paran de murmurar. Y para colmo, el trigo empieza a secarse y a caer al suelo convirtiéndose en alimento de pájaros y hormigas. 

Abas convoca una asamblea, y ante testigos de otros clanes, anuncia a los suyos que a la mañana siguiente empezarán la cosecha. Nada mas salir el sol, los hombres, mujeres y algunos niños se ponen manos a la obra. Hay que recolectar lo máximo posible del preciado cereal.

No había pasado ni media hora, cuando de repente, el cielo, hasta entonces de un azul angelical, empieza a cubrirse con un manto de oscuridad y polvo, envuelto en un ensordecedor ruido que se propaga desde la lejanía. Una sombra gigante cubre rápidamente el valle y un tornado violento surge de repente de las entrañas de la tierra. Al frente de aquella extraña nube un enjambre de millones de langostas aterriza sobre el valle. Detrás de su hervidero, parece vislumbrarse una caravana de cientos de camellos, cabras, ovejas, burros, perros, hombres, mujeres, y niños. Eran los Jubali.

Sorprendidos y acorralados por la plaga y el ruido, los Kubeira salieron corriendo de entre los trigales. Las mujeres abrazando a los niños corren hacia las jaimas para protegerles. Los hombres bracean con sus hoces intentando inútilmente espantar a la nube de langostas. 



Los Jubali se suman a la desesperada batalla, pero al final todo es inútil. En menos de media hora, las langostas devoran las espigas y dejan el campo desnudo y la desolación en el corazón de los dos clanes. 

Los Kubeira, que siempre se han caracterizado por su hospitalidad, esta vez no dispensaron ni el saludo a los recién llegados. Sus hombres, y más tarde las mujeres, se enzarzaron en una discusión atropellada de insultos y acusaciones con los Jubali. A su imperdonable falta de puntualidad, añadieron la acusación de haber traído la mala suerte al valle. Las excusas de los Jubali no sirven de nada. 

La contienda fue subiendo de tono hasta transformarse en una batalla campal que acabó con la muerte del jefe de los Jubali, Alí. Le mató el hijo mayor de Abas, que enloquecido golpeaba a diestro y siniestro hasta que acabó sacando una escopeta con la que abrió fuego hiriendo a varios hombres, incluidos algunos de su propio clan. 

Aquel trágico incidente marcó el comienzo de una larga historia de venganzas y de odio mutuo, que se han mantenido a lo largo de los años. Aquel año se conoce como “el año de las langostas”.

Décadas más tarde cuando se desató la guerra de independencia en el Sahara Occidental, en los años setenta, la mayor parte de los Jubali se alistaron en las filas del Frente Polisario y se refugiaron junto a sus familias en Argelia. En cambio, los Kubeira, que ya tenían propiedades y negocios en El Aaiún y Dajla, a pesar de la ocupación marroquí, decidieron quedarse en su tierra natal, en Saguía el Hamra, como suelen decir. 

Los Jubali ganaron fama de guerreros en las filas del ejército saharaui, y algunos llegaron a ocupar las más altas responsabilidades políticas, militares y diplomáticas. Por su parte, los Kubeira con gran habilidad y pragmatismo, adaptándose a la nueva situación de ocupación, continuaron con acuerdos comerciales con otras tribus, sacando todo el provecho posible a la administración marroquí, sobre todo en lo referente a la concesión de licencias de pesca y minería. Y al final, terminaron metidos también en la política local ocupando cargos de relevancia en ciudades como El Aaiún, Smara, Dajla y Bojador. 

Durante la época de la guerra, las pocas familias de los Jubali que permanecieron en el territorio ocupado y las de los Kubeira que se instalaron en los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf, procuraron evitarse, y así convivieron en una paz de carcomidos cimientos.

Nada más firmarse el Acuerdo del Alto el Fuego en 1991, entre el Frente Polisario y Marruecos, y restablecerse la comunicación entre los saharauis de los campamentos de refugiados y los del territorio ocupado, la hostilidad soterrada durante años y el odio ancestral que separaba a los Kubeira y los Jubali, empezaron a aflorar de nuevo, protagonizado múltiples desencuentros y escándalos públicos. Algunos por motivos intranscendentes y absurdos, como cuando una mujer de los Jubali del campamento de Dajla, se vengó de una cabra de una mujer Kubeira, el día que la sorprendió en su cocina, agarrándola del cuello y rompiéndola uno a uno los dientes con una piedra. La dueña de la cabra hizo correr la voz en todo el barrio que estaba loca de atar y para reforzar la idea compartió fotos en varios grupos de whatsapp de ella comiendo carbón y arcilla en pleno embarazo. En otra ocasión la hostilidad llegó cuando una niña de los Kubeira, en un colegio de primaria en el campamento de Auserd, compartió un puñado de cacahuetes tostados con un niño de los Jubali, compañero de clase. Durante semanas, los clanes pusieron el campamento patas arribas y a las fuerzas de seguridad en alerta máxima. Muchos vecinos, temiendo por sus vidas, tuvieron que mudarse a otros campamentos. Las fuerzas de seguridad no pudieron restablecer el orden hasta que un informe forense determinó que el niño era alérgico a los cacahuetes, y que por eso tuvo aquella reacción tan exagerada que los médicos llaman anafilaxia y que casi le mata. O aquella vez, en El Aaiún ocupado cuando los Kubeira llevaron a juicio a una mujer Jubali acusándola de ser bruja. Alegaban que utilizaba la “magia negra” para seducir a los hombres Kubeira y destruir varios matrimonios. Y hasta la llegaron a acusar de haber castigado al jefe Rachidi provocándole una tichyira. En el hospital dijeron que fue un ictus, y aunque no le dejó ninguna secuela física le cambió el habla por completo. Perdió su acento saharaui, y desde entonces pronuncia igual que los marroquí del norte, una mezcla de dariya y hassanía muy cerrado y difícil de entender. 

Con la llegada de las redes sociales los desprecios e insultos se multiplicaron y fueron haciéndose mas hirientes y sofisticados. A día de hoy, los Jubali presumen de haberlo dado todo por la patria y la independencia nacional —Nadie como nosotros ha dado tantos mártires en la guerra de liberación. Somos los héroes de esta contienda —repite orgulloso a menudo su jefe actual, Sidahmed. 

A la menor oportunidad acusan a los Kubeira de ser egoístas, cegados por la avaricia y vendepatrias, por su comercio con los ocupantes marroquíes. Por su parte, los Kubeira acusan a los Jubali de ser soberbios e ignorantes, que han abandonado su tierra huyendo como cobardes, entregándola sin apenas resistencia a los marroquíes. Y encima, que con el paso del tiempo se han acabado convirtiendo en unos mercenarios y marionetas en manos de Argelia, que los manipula a su antojo.  

Un momento de máxima tensión ocurrió cuando una Comisión de Naciones Unidas intentó mediar y poner fin al conflicto saharaui. En ese momento, ambos clanes usaron todo su poder e influencias para impedir cualquier pronunciamiento que pudiera favorecer una solución. Los Kubeira siempre han dejado claro que no aceptarán jamás ser gobernados por nadie que tenga que ver con el Frente Polisario, simplemente por tener entre sus filas a “gentuza” como los Jubali. Por su parte los Jubali, declaran a la menor oportunidad que ni siquiera se sentarían a negociar con “esa chusma de traidores y asesinos” que son los Kubeira — Esos ya no son saharauis —decía Sidahmed, siempre — han preferido compartir el Sáhara con los marroquís antes que con nosotros.

Los invitados discutían y discutían y Abdelmalek ya no sabía qué hacer para que dejaran de sacar los trapos sucios del pasado y se centraran en la misión por la cual están, por fin, reunidos en La Meca. La intransigencia de unos y de otros, hicieron que todos los intentos anteriores terminaran en fracaso. 
Abdelmalek intenta guardar las formas, pero en su fuero interno empieza a desesperarse. En silencio, reza pidiendo la intervención divina. Y la providencia le respondió. Dos camareros jóvenes cargados con varias bandejas atravesaron la puerta del salón. Depositaron las bandejas de forma ordenada sobre las mesas que separaban a los invitados y se marcharon. El arroz con cordero estaba servido en una única bandeja, por tanto no queda más remedio que compartir. Abdelamlek la colocó en el medio y con amabilidad dijo

— Sólo falta una hora para el rezo, vamos a comer.

Sin tomar nada más que el arroz, Abdelmalek se levantó, se lavó las manos y sacó unos documentos de una carpeta depositada en una esquina del salón

— Se nos va este maravilloso día, y mañana temprano tenéis el tren hacia la Medina  — volvió a decir Abdelmalek mientras le daba una copia de aquel documento a cada uno de los presentes. En voz alta leyó la suya. 

Los invitados titubearon, dudaron, de nuevo se miraron con odio y al final, ante Allah, y junto a la Kaaba, firmaron. Sellaron una paz que parecía imposible, y se comprometieron a trabajar juntos para contribuir en la búsqueda de una solución justa al conflicto saharaui, al margen de Marruecos y de Argelia. 

Un año más tarde, Sara y Bachir se casaron en tres ceremonias, una en El Aaiún ocupado, una en los campamentos de refugiados saharauis y la tercera en Berlín auspiciada por el amigo común, Abdelmalek. Se habían conocido estudiando medicina allí, llevando su relación en absoluto secreto. El suyo ha sido el primer matrimonio entre una Kubeira y un Jubali desde el “año de las langostas”. 


lunes, 18 de julio de 2022

Una promesa incumplida

Por Lehdía Mohamed Dafa


Me lo contó una fría noche de invierno. Apenas hacia unas horas había ocurrido algo que pudo llegar a ser una tragedia. Al más pequeño de la familia, un sobrino de tan sólo cinco años, le había picado un escorpión durante la siesta en varias partes del cuerpo. Después de casi cuatro horas de angustia y temores, los médicos del Hospital Militar de Tinduf nos dijeron que se encontraba estable y su vida ya no corría peligro. Menos sus padres, que se quedaron cuidándole, los demás volvimos al campamento. 

En el cuarto de adobe, nuestro salón, frente a la jaima, mis padres y yo intentábamos sobreponernos del susto en torno a un té cocido al carbón. Mi madre seguía conmocionada, no había vuelto a abrir la boca desde que regresamos del hospital. Se aisló en una esquina con mis dos hijas pequeñas en su regazo, las abrazaba con fuerza, como si quisiera protegerlas de cualquier mal. 

En contra del dicho sobre las tres rondas del té saharaui; amargo el primero como la vida, dulce el segundo como el amor y suave el tercero como la muerte, mi padre, que reniega de este tópico infundado, nos sirvió un primero como lo ha hecho siempre: caliente, suave, muy dulce y con mil hierbas que lo curan todo. Al rato, volvió a cargar la tetera de agua, añadió una pizca de hojas verdes de té y avivó el carbón con el fuelle.

Fuera, hacía un frio cortante, oscuro. De vez en cuando se escuchaba el estertor de un viento del este, que llevaba varios días hostigando las jaimas, pero que parecía irse apaciguando. Los tres mirábamos con preocupación la lámpara cuya luz era cada vez más tenue. Aquella tarde no habíamos tenido tiempo para reorientar la placa solar y la batería estaba bajo mínimos. No quedó mas remedio que tirar de la lámpara de gas, una reliquia que mi madre venera porque fue el primer regalo que le hizo mi hermano mayor a principios de los ochenta cuando los estudiantes en Libia eran los únicos saharauis que tenían dinero gracias a una cierta generosidad de Gadafi.

La velada se prolongaba bajo un manto de silencio por la angustia vivida, hasta que mi padre con tono serio dijo:  

- Siempre hay que dar gracias a Allah. Hoy las medicinas son muy buenas y los doctores, que están en todas partes, alhamdulilah, siempre intentan evitar cualquier desgracia. 

Una vez, hace muchos años, tú todavía no habías nacido, yo llevaba varias semanas nomadeando sólo con los camellos. Estaba contento porque el año había sido bueno. Había llovido bastante y el pasto alfombraba buena parte de la región de Zemur. Por suerte, aquella vez me habían tocado sólo los camellos; me gustaban mucho y la verdad es que no se me daban nada mal. Mis hermanos, que lo sabían, aquel año me libraron de las cabras y las ovejas. A las cabras no las soportaba, siempre me han parecido un mal bicho del demonio; y tampoco a las ovejas tan tranquilonas y con tan pocas luces. Nada que ver con el porte y la fuerza elegante de los camellos. Como te decía, me sentía feliz. Iba de un valle a otro viendo cómo engordaba la manada. Sus jorobas cada día estaban más abultadas, y me deleitaba con colocarme detrás y ver cómo se balanceaban sobre sus lomos. Yo casi era uno más de la manada, me pasaba el día, como una abeja, de árbol en árbol, recolectando y comiendo hojas y frutos silvestres, sobre todo dmaj; había mucho, rojo oscuro como la remolacha, muy maduro, dulce, y saciante; una bendición. 

Cuando llegó el día de iniciar el viaje de vuelta me levanté temprano. Me dispuse al rezo del alba. Encendí una hoguera. Cocí un té, y me tomé la tetera completa, con un poco de “pan de tierra” que me había sobrado del día anterior. Dejé preparado mi camello, aunque como siempre, no lo montaría hasta que el cansancio me empezara a hacer mella. Los camellos ya sabían, no me digas cómo, que esa mañana partiríamos. En cuanto terminé de rezar, empezaron a levantarse y a juntarse ellos solos. Caminaban con calma, sin mirar atrás, como suelen hacer. Satisfecho, les miraba y pensaba en la cara que pondrían tu abuela, tu madre y tus tíos cuando en un par de días, los vieran. Serán la envidia de todos. 

Avanzábamos a través de la llanura humeante por efecto de los espejismos, atravesando dunas y valles reverdecidos en sus últimos días de esplendor. Lo único que se oía eran las pisadas armoniosas de los camellos como notas de una melodía de piedras y arena. 

Decidí parar para pasar la noche cuando los últimos rayos de sol se escondían detrás del horizonte y una atmósfera de tenues nubes y polvo preludiaba el centellear de las infinitas estrellas que cada noche iluminan nuestro desierto. 

Estaba bajando la montura de mi camello, cuando de repente este empezó a gruñir. A veces lo hace para llamar la atención, sobre todo cuando ve que estoy cuidando a otros, y a veces simplemente porque está cansado. Le ignoré. Me puse a recoger unos arbustos para encender una hoguera para otro té, que acompañado con la leche recién ordeñada de alguna camella sería más que suficiente para la cena. De nuevo el camello volvió a gruñir, esta vez mucho más nervioso. No había dado dos pasos para tratar de calmarle, cuando sentí un fuerte dolor en el talón del pie izquierdo.  

Mi padre hizo una pausa. Volvió a avivar el fuego. Echó una discreta y tierna mirada a mi madre, que seguía inmóvil en su esquina favorita. Envolvía a mis hijos dejando reposar sus cabezas encima de sus fuertes brazos. Un hilo de saliva, que discurría por un lado de su boca, caía sobre la almohada en la que estaba recostada. Estaba profundamente dormida. Mi padre prolongó su silencio. Intuí que lo que estaba a punto de contarme superaba su habitual entereza y le había dejado una huella profunda. La pausa no le viene mal, pensé.

 – Espérame -le dije- voy un momento a la cocina, a ver si ya está la cena. 

Me entretuve adrede durante varios minutos. Apagué el fuego; aparté la olla; cerré la cocina con llave, para no dar ninguna oportunidad a los gatos callejeros que en mas de una ocasión, nos dejaron sin cena; y volví a su lado. 

– Bueno -dijo- la noche ya estaba allí. La oscuridad lo cubrió todo muy deprisa, y la luna, esa lámpara mágica que sirve de tanta ayuda en las peligrosas noches del desierto, no acababa de salir. Así que saqué la linterna de mi bolsa, la usaba justo lo imprescindible porque tanto las bombillas como las pilas eran muy caras, y enfoqué el pie. Tenía el pie hinchado y sangraba. No era una espina.  Inmediatamente me acordé de que no había recitado los versículos protectores de almugrub. Me dio un vuelco el corazón. Almugrub, hija mía, ya sabes, es la hora más delicada del día, y los versículos coránicos son un arma poderosa contra las asechanzas que los espíritus malignos intentan esparcir a esa hora aprovechando la llegada de la oscuridad.  

Hizo una nueva pausa. Sacó la tetera de la hornilla y fue distribuyendo el segundo té entre los pequeños vasos de cristal dispuestos, sobre la bandeja, en dos filas de tres vasos cada una. Lo dejó reposar y continuó.

– Por fin la luna empezó a asomarse tímidamente pero orgullosa, casi haciéndose rogar. Su trayecto es siempre el mismo desde que Allah la creó, así que no tiene prisa, ni miedo a perderse. Aunque esa noche tuve la impresión de que por alguna razón iba con retraso. Ya ves hija -continuó diciendo- cuántas cosas sin sentido se le pasan a uno por la cabeza, cuando la soledad y la incertidumbre de la vida nómada apenas te ofrecen un cobijo. 

Inspeccioné a uno y otro lado con la luz de la linterna. Allí estaba, a unos dos metros, con su típico cascabeleo, ya apenas audible, se alejaba intentado esconder el último tramo de su alargado cuerpo bajo un montón de arena. Ya te tengo, pensé. Después, tratando de mantener la calma, arranqué un trozo de tela del lateral de mi turbante y me hice un torniquete. Me lo hice justo por aquí. 

Señaló haciendo una pinza con las dos manos alrededor del tobillo izquierdo.

– Estaba furioso, el dolor me abrasaba. Cogí mi bastón y de un golpe le separé la cola del resto del cuerpo. Aun así, salió de entre el montón de arena levantando una nube de polvo de casi un metro de altura y se vino hacia mí. Desafiante, me miraba, con la boca abierta enseñándome sus afilados colmillos de los que el veneno chorreaba. Dejé el bastón en el suelo y saqué el hacha. Intenté golpearla en mitad de la cabeza, pero dio un brusco giro y serpenteando velozmente hacia mi de nuevo intentó morderme. Lo mejor hubiera sido pegarla un tiro. Tenía mi rifle. Lo usaba para cazar conejos y gacelas. Me lo había regalado mi padre, y él lo había heredado de mi abuelo. Una vez me contó orgulloso que se lo había confiscado a los franceses en las guerras santas del Sahara. Pero un disparo espantaría a los camellos, y además podría alertar a los soldados españoles que estaban por todas partes; sabía que tenían un puesto no muy lejos de allí. Los saharauis teníamos prohibido tener armas, estaba castigado hasta con penas de cárcel. 

El dolor era insoportable, pero por un instante me olvidé del pie y guiado por la rabia le asesté un hachazo tras otro, hasta hacerla picadillo a ella y a los huevos que empezaron a brotar de su vientre como pequeños y pegajosos globos. No era la primera vez que me había enfrentado con una serpiente, pero aquella era Satanás en persona. Jamás había visto una cosa igual. 

Traté de recuperar la serenidad a pesar del intenso dolor. Me acerqué a mi camello, que había tratado de advertirme con sus gruñidos del peligro, y me aseguré de que él estaba bien sin ninguna mordedura. 

Después con la punta del cuchillo, en el lugar de la picadura, me hice un corte profundo y apreté para que brotará toda la sangre. Mezclé un poco de el ilk molido (goma arábiga) con mi propia saliva; siempre hay que tener, te saca de cualquier apuro; me lo unté y me vendé el pie con otro trozo de la tela de mi turbante. Sabía que tenía que buscar ayuda antes de que el veneno se extendiera por todo el cuerpo. Apoyado en mi bastón, y guiado por el mapa de las estrellas, puse la caravana de nuevo en marcha en dirección a donde recordaba que había un puesto militar español.

Pasaban las horas y mi pie era como una bola de fuego. El dolor era cada vez más insoportable, y la hinchazón ya apenas me dejaba andar. Tampoco podía montar en mi camello, así que sujetando las riendas, caminaba casi arrastrado por él. Por cada paso que daba, por cada tramo que conseguía seguir en pie, le daba las gracias a Allah. Pero a pesar de mis oraciones, el veneno inclemente, se fue expandiendo por cada fibra de mi cuerpo. Me fui encontrando cada vez más débil, sentía náuseas y un sudor frio, se me nublaba la vista. Aún así, seguí andando. Rezaba, me clavaba la punta del cuchillo en la herida, sangraba, me aliviaba, y volvía a dar las gracias a Allah por seguir vivo. Vomité varias veces, y de nuevo el dolor recorría mi cuerpo, succionado mis fuerzas, humillándome y doblegándome. Yo era joven, con una salud de hierro y tan fuerte como el que mas, pero poco a poco me fui convirtiendo en un espectro perdido en la noche. Me rendí, solté las riendas del camello, cerré los ojos y esta vez, le supliqué a Allah que me llevara con él. 

No sé cuanto tiempo pasó, pero cuando volví a abrir los ojos estaba tumbado cerca de un arbusto. Encima de mí, un cielo azul del que colgaban apenas unas nubes blancas inmóviles. Saber que ya era de día alivió mi aflicción. También me sentí afortunado al ver que los camellos, quizás por gratitud y compasión, se habían quedado inmóviles haciendo un círculo a mi alrededor. Miré el pie, la inflamación había subido hasta la rodilla y tenía un color azul grisáceo y un olor nauseabundo que presagiaban lo peor. Pero parecía que Allah me estaba dando otra oportunidad, y la tenía que aprovechar. Por suerte, mi camello seguía con todos los avíos todavía encima de sus fuertes lomos. Conseguí alcanzar la tasufra, la abrí y saqué mi rifle. Me cercioré de que estaba cargado, “que sea lo que Allah quiera” dije, mientras apuntando hacia el infinito del cielo, apreté el gatillo.

Dos días más tarde, desperté una mañana en un lugar totalmente desconocido. Tumbado por primera vez en mi vida en una cama. Era un hospital. Un sudor caliente me recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies. Me encontraba raro y asustado, me sentía como si estuviera levitando. Rezaba en silencio y daba las gracias a Allah por haberme salvado la vida. Al poco rato se me acercaron dos nassaraniin. Uno, era una mujer delgada, entrada en años, vestida totalmente de blanco, cubría su cabeza con un pañuelo también blanco, que dejaba ver unos escasos y canosos mechones asomando por sus sienes. Depositó una pequeña bandeja encima de la mesilla y con una amable sonrisa me dijo en perfecto hasania:  kul, kul, come, come. 

El rostro de mi padre se había relajado y hasta apuntaba una agradable sonrisa.  

– El otro nassarani era un hombre, más moreno que el resto que entraban y salían continuamente atendiendo a los enfermos. Por su peinado y su porte seguro y solemne, supe que sería doctor. Fue directo a mi pie, levantó la sábana y también en hasania, me dijo: ¿labas?. Sorprendido y algo nervioso le contesté: labas alhamdulilah.  Me volvió a tapar, intercambió unas frases que no entendí con la nassarania del pañuelo blanco y se fue. 

Transcurrieron varios días entre curas e inyecciones. Sentía alivio, claro, pero también cierta angustia e impotencia de no entender lo que me decían ni yo poder decirles nada a ellos. 

Un día por suerte apareció una saharaui en mi sala. Por lo visto era del norte, había enviudado muy joven y con varios hijos tenía que ganarse la vida limpiando en el hospital. Chapurreaba algo de español y se llevaba muy bien con todos los nassara. Gracias a ella supe que me había rescatado una patrulla militar española. Me encontraron inconsciente y me evacuaron desde Zemur hasta el Aaiún en una avioneta militar en un estado de extrema gravedad. Me salvaron la vida amputándome el pie. Gracias a aquella buena mujer mi familia acabó enterándose de lo ocurrido. Venían a visitarme a menudo. La gracia de Allah es infinita. 

Sin embargo, por las noches me consumía la angustia. Por un lado, no me podía ni imaginar cómo sería mi vida con un solo pie, y por otro, me atormentaba el castigo, que tarde o temprano, llegaría por poseer un rifle. Había oído todo tipo de historias sobre los castigos de los nassara. A medida que mi herida iba mejorando, me fui volviendo cada vez más inseguro y desconfiado. Empecé a dudar de la amabilidad de los médicos y enfermeras, me obsesionaba su silencio respecto al rifle. Tenía pesadillas. Soñaba con una sequía que arrasaba con todo, y una plaga de serpientes cascabel que se ensañaban con los pocos camellos que sobrevivían a la hambruna. A mí me seguía atacando ella, siempre rabiosa y desafiante, volvía a clavarme sus afilados colmillos en el pie que ya no tenía. Intentaba volver a matarla pero no lo conseguía, mi brazo empuñando el hacha se quedaba siempre paralizado en el aire.

Cuando me despertaba agitado o gritando, venía la enfermera de sienes blancas y con dulzura me daba dos pastillas, me tapaba y se quedaba a mi lado murmurando algo en voz baja. Tardé en saber lo que es una monja. Rezaba por mí y pedía la gracia de Jesús. Al principio me incomodaba, pero al final, me acabaron reconfortando aquellas plegarias en voz bajita. Nunca me reprochó nada, nunca me juzgó. Me cuidó con el mismo esmero y cariño desde el primer día hasta el final. 

Los nassara pensaban que la causa de mi trastorno era encontrarme de repente sin pie, así que decidieron ponerme una prótesis. Un año más tarde acepté su propuesta y empecé con las pruebas. Pero de nuevo la mala suerte lo truncó todo. Llegó la guerra, y los españoles se marcharon de un día para otro. Todavía tengo un gran pesar en el fondo de mi corazón, porque ni siquiera pude despedirme de ninguna de aquellas personas de aquel hospital que tanto me cuidaron. Y tampoco pude cumplir la promesa que le hice a mi enfermera monja, como gesto de gratitud, de regalarla mi mejor camello.

Aparté la bandeja del te de entre sus manos y lo fregué todo. Las brasas se habían convertido en ceniza. 

– Voy a servir la cena -le dije-. 

Me miró pensativo. Cogió su rosario, rezó cerca de diez cuentas y me dijo: 

– Gracias hija, cena tu con tu madre, yo ya estoy lleno. Me voy a acostar, quiero madrugar para ir a ver al niño antes de abrir la tienda.

Yo tampoco cené. Me recosté al lado de mi hijas, apagué la luz y cerré los ojos. Soñé que con el rifle de mi padre mataba a la cascabel. 

Julio  2022


martes, 29 de marzo de 2022

"La Carta de Sánchez"

Estaremos de acuerdo que en política, y más si cabe en lo tocante a las relaciones exteriores y diplomacia, las formas son fundamentales, y siendo parte del mensaje, éstas deben ser objeto de análisis e interpretación. 

No parece que sea necesario abundar que “la Carta de Sánchez” ha sorprendido a todos, además de por las faltas de ortografía y “nocturnidad”, por el momento elegido, en plena crisis por la invasión de Ucrania. Se diría que el presidente Sánchez está dotado para la improvisación, el solipsismo y la inoportunidad; sin llegar a pensar lo que del texto parece desprenderse: un desconocimiento supino de lo que se ha venido a denominar el “expediente del Sáhara” y de cómo se las gasta el majzén cuando olisquea la debilidad en este país, España, al que según el presidente le une el “afecto” y la común “amistad”. 

Pero vayamos a lo esencial. Se dice que “la Carta” representa un cambio de la posición tradicional de España en el conflicto del Sahara; y para el Frente Polisario y afines una segunda traición. Pero en realidad “la Carta” es solo la opinión y los deseos de Pedro Sánchez, ni siquiera la posición del Gobierno de España, un órgano colegiado, cuyos socios, Podemos, desconocían (y por tanto el conjunto del gobierno) y no comparten; y mucho menos la del Parlamento español, representante de la nación, que a juzgar por la comparecencia del ministro Albares en la Comisión de Exteriores mayoritariamente rechaza tanto en las formas como en el contenido. En resumen, de la susodicha “Carta” sólo responde Sánchez y en todo caso el partido que en este momento le apoya, el PSOE. No es de extrañar que el rey de Marruecos, mas allá de ordenar el regreso de la embajadora, no haya, que sepamos, ni siquiera respondido a la misiva y mucho menos comprometerse a esa “nueva relación” “basada en la transparencia” y en la “abstención a toda acción unilateral” que Sánchez “espera con impaciencia” como si de una carta a los Reyes Magos se tratara.

La “Carta de Sánchez”, un presidente que se mantiene al frente de un gobierno débil por la falta de acuerdos estructurales con sus socios y sustentado en una frágil e inestable mayoría parlamentaria, ha provocado una nueva crisis política interna, que se suma a la del alza insostenible de los precios de la energía, a los nuevos retos de seguridad en los países de la UE y la OTAN y al independentismo de la mitad de la población de Cataluña; y todo ello en un clima de falta de diálogo y sin el más mínimo entendimiento con los partidos de la oposición. Vuelve la embajadora de Marruecos y sale el embajador argelino, con cuyo gobierno España tendrá que renegociar los precios del gas una vez que venzan los contratos en vigor. Ceuta y Melilla seguirán siendo irrenunciables para Marruecos, que además volverá a utilizar la inmigración ilegal cuando lo crea conveniente a sus intereses. 

En cuanto al Plan de Autonomía marroquí, ese que Sánchez califica como “la base mas seria, realista y creíble para la resolución de este diferendo” y que sin duda es una opción sobre la que los saharauis deberían poder pronunciarse si se ofrecen las garantías de cumplimiento necesarias, junto a otras propuestas, parte lastrado por la falta de credibilidad de un régimen, una monarquía cuasi absolutista, que acapara la mayor parte del conjunto de los poderes de un Estado sumamente centralizado, propietaria de sectores básicos de la economía y en el que no se respetan los derechos fundamentales y libertades de los habitantes de los territorios de las antiguas colonias de España: el Sáhara Occidental y el Rif.

Para los saharauis, tanto los refugiados en Argelia como los que conviven con los marroquís en el Sahara bajo dominio de Marruecos y los que nos encontramos viviendo en otros países en un proceso irreversible, y a mi juicio beneficioso, de enriquecimiento de identidades y ampliación de oportunidades, la posición de España, como nación que en el 75 abandono la provincia, y mas allá de que no logré desprenderse de su estatus de potencia administradora con la dificultades inherentes que su ejercicio conllevaría, siempre ha sido y sigue siendo la de un país que se siente comprometido y solidario con el pueblo saharaui, pero cuyos gobiernos se muestran incapaces, poniéndose de perfil, de liderar un proceso, en el marco de Naciones Unidas y con los países implicados, que desde distinto planos permita impulsar una solución política sobre la soberanía del territorio y ofrezca a los saharauis un conjunto de derechos, oportunidades y condiciones de vida, que después de tanto sufrimiento y misera, merecen. En su descarga es de justicia reconocer que nadie ha dicho que fuese fácil

 Lehdía Mohamed Dafa 

29 marzo 2022

lunes, 7 de diciembre de 2020

¿Es posible un Acuerdo de Paz? ¿Puede ser, dicho acuerdo, la propuesta de Autonomía de Marruecos?

Lehdía Mohamed Dafa 

El pasado 13 de noviembre el conflicto saharaui-marroquí entró en una nueva fase al declarar el Frente Polisario que se había producido la ruptura del alto el fuego acordado en 1991. La vuelta a las armas declarada por el Frente Polisario es explicada como consecuencia de que soldados y policías marroquíes entraran en la zona desmilitarizada para dispersar a un grupo de civiles saharauis que mantenían cortado desde hacia semanas el paso fronterizo de Alguerguerat, impidiendo la circulación de camiones de mercancías marroquíes con destino a distintos países de África.  

Hasta la fecha el Frente Polisario ha emitido mas de 20 partes de guerra. Mientras, Marruecos mantiene un intencionado mutismo, tratando de silenciar si hay o no una situación de guerra o enfrentamientos armados. Es quizás en otros escenarios donde si parece estarse librando las batallas mas cruentas: en las redes sociales, en los medios de comunicación, en “prime time” en los oficiales, y en distintos canales vía satélite. El telón de fondo siempre es la necesidad de encontrar una solución a un conflicto estancado, gangrenado. 

Por un lado, el discurso tradicional que justifica la vuelta a las armas del Frente Polisario como única solución para doblegar a Marruecos y obligarle a aceptar la celebración del ansiado referéndum de autodeterminación, cumpliendo las resoluciones de la ONU; por otro, Marruecos y sus aliados, a los que vemos, que esta vez, se han sumado de forma declarada, un grupo de intelectuales saharauis defendiendo el Plan de Autonomía propuesto por Marruecos en 2007, como la única solución realista y viable. 

Desde mi modesto punto de vista, el Plan de Autonomía marroquí si bien dice ofrecer a la población saharaui la posibilidad de disponer de una administración local propia para gestionar el desarrollo económico, social y cultural del territorio, aportando el Estado marroquí los recursos financieros necesarios para cumplir con este cometido, no parece ofrecer una delimitación precisa de competencias cruciales, ni garantiza la libre participación política, en dicho escenario, de las numerosas fuerzas que a buen seguro seguirían siendo independentistas…. Creo sinceramente que el Plan de Autonomía carece de credibilidad y es una simple baza política para incumplir la celebración del referéndum y para intentar aparecer con voluntad negociadora y constructiva, pero que realmente pretende mantener el “statu quo” y que el tiempo vaya sepultando los derechos y el ansia de soberanía de un pueblo, dividido geográficamente y en parte, como es lógico, políticamente, pero que sigue reconociéndose en su identidad saharaui.



A continuación, quisiera formular cinco cuestiones, mínimas y básicas, a las que tanto el Plan de Autonomía de Marruecos, como cualquier otro, tendría que dar respuesta, si se quiere llegar a lo que ya es un tópico, “una solución duradera y mutuamente aceptada”

1º/ En aras a una necesaria, diría que imprescindible, reconciliación para la convivencia, Marruecos tendría que reconocer que ocupó por la fuerza el territorio del Sahara Occidental en 1975 y pedir perdón a las víctimas de la guerra, a las víctimas de las desapariciones, a las víctimas de la represión y a todos los saharauis a los que forzó al exilio. Sin descartar hacer frente, mediante indemnizaciones, que puedan compensar, en alguna medida, el sufrimiento causado y las perdidas patrimoniales.     

2º/ Solo será posible una solución que contemple un espacio político en el que se garanticen los derechos humanos y el libre ejercicio de la libertad y la democracia. 

3º/ Todos los saharauis, allí donde se encuentren, tendrán el derecho inalienable a retornar al territorio cuando deseen o viajar a él libremente. 

4º/ La clara delimitación de competencias deberá contemplar, como mínimo el control y administración de la población del territorio de los recursos naturales del mismo, así como la gestión de los servicios básicos (sanidad, educación, etc…) y el orden público. 

5º/ El ejercito o las instalaciones militares en el territorio  tendrán una misión exclusivamente defensiva y estarán integradas en su mayor parte, en todos los niveles, por población saharaui.

Hay muchos otros aspectos que merecerían ser tenidos en cuenta, pero yo me conformaría con abordar, precisar y resolver estos. 

Mientras tanto, y tratando de silenciar el ruido de las armas y el envenenamiento del odio, el desprecio y la culpa, mas nos vale que sigamos haciendo nuestros mejores esfuerzos en mejorar las condiciones de vida, en dar a nuestros niños la mejor educación, en empoderar a las mujeres y en vivir con la mayor libertad sin renunciar a ninguno de nuestros sueños. 

7 diciembre 2020